domingo, 7 de junio de 2015

Los placeres del condenado - p. dieciséis


un sitio limpio, bien iluminado:
el muy vejestorio, se valía de su reputación literaria
para pescar una tras otra,
cada cual más joven que la anterior.
Le gustaba quedar con ellas para almorzar con 
vino
y él hablaba y escuchaba o que
decían.
La mujer o novia que tuviera en ese momento
estaba hecha para 
entender que ese tipo de cosas le hacían 
sentirse 'joven otra vez'.
Y cuando los almuerzos se convertian en algo más 
que almuerzos
las damiselas competían por irse a la cama con 
este 
genio 
literario.
Entretanto, seguía escribiendo,
y a altas horas de  la noche en su bar favorito
le gustaba hablar de literatura y de sus aventuras
amorosas.
En realidad, no era más que un borracho 
al que le gustaban as jovencitas,
que se escribía a sí mismo 
y hablaba de literatura.
No era mala vida.
Era sin duda más interesante de 
o que hacía la 
mayoría.
Por un tiempo fue probablemente el 
escritor más famoso del
mundo.
Muchos intentaron escribir como él 
beber como él 
actuar como él 
pero él era genuino.
Entonces la vida empezó a 
ponerse al día con él. 
Empezó a envejecer rápidamente. 
Su corpachón empezó a atrofiarse.
Estaba haciéndose viejo
antes de tiempo.
Al final llegó al punto de no poder
escribir nada más,
'es que ya no me viene'
y los psiquiatras no pudieron
hacer nada por él, sólo 
consiguieron que empeorase.
Entonces se aplicó su propia cura,
una mañana temprano,
solo
igual que había hecho su padre
muchos años atrás. 
Un escritor que ya no puede escribir
nada está muerto
de todas formas.
Él lo sabía,
sabía que lo que estaba 
matando estaba ya 
muerto.
Y entonces los críticos
y los parásitos
y los publicistas
y sus herederos
se acercaron 

como buitres.

Foto: Bora Bora -Ibiza- cuando fui contigo. no volveré 

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